El objeto de la libertad de información del artículo 20.1.d) lo constituye la “información veraz”, entendiendo por tal la descripción, predominantemente no valorativa, de hechos. El resto del tenor literal del artículo 20.1.d) no difiere en su sentido del de la libertad de opinión [art. 20.1.a)], [“expresar y difundir libremente”, en el apartado a), y “comunicar o recibir libremente”, en el apartado d); “mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”, en el primer caso, y “por cualquier medio de difusión”, en el otro].
Con todo, sí debe concederse relevancia al hecho de que la libertad de opinión se regule sólo como un derecho activo (derecho a “expresar y difundir”) mientras que en la libertad de información encontremos una vertiente activa (derecho a “comunicar”) y otra pasiva (derecho a “recibir”); ahora bien, no debe deducirse de ello, como a veces se ha hecho, que el artículo 20.1.d) consagre un derecho a la información, entendido como derecho autónomo de acceso a determinadas fuentes. El derecho a “recibir información” al que se refiere este artículo debe entenderse, por el contrario, relativo exclusivamente a la información que el titular del derecho activo efectivamente posea y quiera realmente emitir. Es, por tanto, un complemento o refuerzo de la libertad de informar, en la medida en que se considera de modo separado el derecho de la audiencia a recibir esa información como criterio para mejor tutelar el derecho a difundirla de quien ha decidido hacerlo. No es ésta, sin embargo, la sede constitucional adecuada para asegurar a sus titulares el derecho de acceder a una información en contra de la voluntad de su poseedor, derecho que se somete, precisamente por ello, a requisitos, condicionamientos y garantías que no pueden fundamentarse en el artículo 20 CE [sino, por lo que hace al acceso a información administrativa, en el art. 105.b) CE y, como parte del derecho al ejercicio del cargo público representativo, en el art. 23.2 CE]. Otra cosa es que el acceso a las fuentes de información por parte de los que quieren ejercer la libertad de difundirla pueda considerarse como un derecho instrumental de esta libertad, al igual que ocurre, por ejemplo, con el derecho de creación de medios de comunicación social.
Como indica el propio tenor literal del artículo 20.1.d), los hechos difundidos deben ser, para merecer protección constitucional, veraces. Esta veracidad no debe entenderse como sinónimo de exactitud, pues sólo es exigible que la información difundida se adecue a la verdad en sus aspectos relevantes. Para determinar cuáles son estos aspectos relevantes, es preciso tener en cuenta que:
a) Debe acudirse al sentido global de la información, sin considerar aspectos del mensaje no sustanciales o de importancia menor (por ejemplo, “Cayo ha asesinado a nueve personas”, cuando en realidad fueron siete). Muy a menudo la jurisprudencia se refiere sólo a la veracidad en general, sin descender a detalles (STC 240/1992). Además, debe concederse a los términos usados el sentido que tienen en el contexto en el que se encuentran, y no el sentido técnico que podrían tener en un contexto diferente (por ejemplo, “Ticio ha sido declarado culpable de asesinato”, cuando en realidad lo ha sido de homicidio; en contra, STC 219/1992, FJ 5, que califica de falsa una información que imputó un delito de estafa a quien había sido condenado por el de cheque en descubierto).
b) Cuando la información difundida se refiere a las declaraciones de un tercero, su veracidad debe ser contrastada desde la doctrina del “reportaje neutral” (STC 232/1993, FJ 3). En estos casos, la veracidad o falsedad de la información se considera sólo con respecto a la difusión de las declaraciones (es decir, si se reproducen con fidelidad las afirmaciones del tercero), pero no con respecto al contenido de las declaraciones mismas (pues las consecuencias de su falsedad se deben imputar sólo al que las hizo). Ahora bien, incluso en estos casos, la propia difusión de la información deja de estar constitucionalmente protegida cuando su falsedad es manifiesta y no se convierte en digna de protección sólo por incluir cláusulas de estilo (por ejemplo, “Cayo es presuntamente el autor de este delito”) o por el uso abusivo de la técnica del reportaje neutral (por ejemplo, “Según fuentes bien informadas” –que no se especifican- “Ticio sería el autor de este delito”; STC 123/1993, FJ 5).
c) En los casos en los que la cuestión de la veracidad se dilucida en una sede jurisdiccional, cobra especial importancia la dimensión procesal de su prueba. En la medida en que la falsedad de lo publicado sea el fundamento jurídico para restringir la difusión de la información, corresponde probarla al que la alegue. Así, la información difundida implica imputar a alguien la comisión de un delito, es necesario diferenciar entre el procedimiento para establecer la verdad procesal [en el que se parte del derecho constitucional a la presunción de inocencia que sólo puede destruirse mediante una actividad probatoria que no vulnere las garantías procesales (art. 24 CE)] y el procedimiento para establecer la veracidad de la información difundida, que no parte necesariamente de los mismos supuestos (por ejemplo, si una investigación periodística puede sustentar la veracidad de una información sin someterse a los principios procesales de contradicción e igualdad de armas cuya inobservancia la hace, no obstante, inválida para establecer la verdad procesal). La carga de la prueba, sin embargo, puede llegar a convertirse en diabólica si frente a ella se esgrimen garantías adicionales de la libertad de información, como el secreto profesional que se analizará más adelante.
Con todo, es de nuevo la doctrina de la posición preferente, que analizamos a continuación, la que incidirá de forma más relevante en la manera de analizar la veracidad de las informaciones que gocen de ella.
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Fuente:
Manual de Derecho Constitucional, capítulo XIX "Libertades públicas (I)", escrito por Ángel Rodríguez. Páginas 509 - 511.