Tras la proclamación de la independencia se planteó el problema de conciliar los deseos autonomistas de algunos estados con la necesidad de llevar a cabo una política común dirigida por un gobierno central.
Los artículos de Confederación aprobados en 1777 dejaban poderes más bien limitados al Congreso, órgano confederal, así como a los órganos centrales. Por este motivo, la primera constitución americana reafirmó, en 1781, la prioridad de los estados sobre la confederación, negando al congreso la posibilidad de gestionar la política económica y financiera del país. La crisis económica y los desórdenes sociales que afectaron a Estados Unidos movieron a los delegados de los estados a reunirse en Filadelfia en mayo de 1787. Se estudió un nuevo proyecto constitucional, que fue sometido a la aprobación de cada uno de los estados.
La nueva constitución entró en vigor en otoño de 1788 con la aprobación de once de los trece estados. Se basaba en unos principios que adoptaban sólo en parte la experiencia del parlamentarismo británico, inspirándose sobre todo en la doctrina de Montesquieu acerca de la división de los tres poderes y en la de Rousseau respecto a la soberanía popular.
El congreso, compuesto por una cámara de diputados y un senado, era titular del poder legislativo, mientras que un presidente elegido para un período de cuatro años detentaba el poder ejecutivo. No era posible derrocar al presidente ni disolver las Cámaras sin la aprobación del pueblo. El poder judicial quedaba en manos de una corte suprema compuesta por nueve jueces nombrados por el presidente. La constitución confería al estado federal plenos poderes en la gestión de la política económica y monetaria, prohibiendo a los estados la emisión de moneda y timbre. La distinta representación de los estados en la Cámara, proporcional al peso demográfico de cada uno, quedaba equilibrada en el Senado, donde cada estado disponía de dos senadores.
El valor ejemplar de la declaración de independencia y los principios democráticos que la inspiraban tuvieron una influencia directa, durante los primeros veinte años del siglo XIX, en la historia de la colonias españolas de América. En Europa, el ejemplo americano afectó sólo indirectamente al movimiento revolucionario, basado en unos principios bastante más radicales y en un respeto consciente a lo ocurrido más allá del océano.